John: “Hay cosas que sé, hay cosas que no”. Butchie: “La próxima vez podrías decir ‘No lo sé, Butchie’, en su lugar” John: “No lo sé Butchie en su lugar”.
Es una serie extraña, mucho, John from Cincinnati. Menos nítida quizás en su rareza que esos primeros y tentadores pasos de Twin Peaks pero exactamente igual de alienante y fascinante. Cuanto menos se entiende más engancha. Cada escena, cada plano, cada diálogo parece esconder alguna pista, un indicio, la clave de lo que está ocurriendo. Pero, ajá, a ver quién demonios da con algo tangible, demostrable, concreto. Ese es el punto, según David Lynch y según estos genios llamados David Milch y Ken Nunn, productores, guionistas, que hace unos tres años crearon la impecable Deadwood (ver entrada Esplendor en el barro, del 21 de abril) y que ahora nos plantan esta cosa desconcertante y audaz, imán y fruncidor de ceños, que está llenando los foros de increíbles sugerencias e interpretaciones. Lo de que el 'prota' es Jesucristo es la más suave.
Veamos cuáles son las pistas de las que disponemos para entender, por decir algo, esta nueva serie de la HBO (cómo no) que, por ahora, sólo podemos ver gracias a Internet (el episodio 1 se emitió en Estados Unidos el pasado 10 de junio). La cosa es que un tipo (arriba, en la primera foto, a la izquierda) aparece de pronto en la playa. ‘De pronto’ quiere decir que aparece sin más, como llegado del espacio o de otra dimensión o del interior de la esencia de lo más hondo de algo que está más allá de nosotros. Pero no se imaginen nada esotérico ni alienígena. Simplemente es así. Es John (Austin Nichols), y a todo contesta: “Hay cosas que sé, hay cosas que no”. Toma axioma.
John se planta con este verbo (tengo conocidos como él: cada palabra que pronuncian se entiende por separado, pero es complicado encontrar un significado global a la frase. Es curioso) en la vida de una familia, disfuncional, por supuesto, de surferos compuesta por: Mitch Yost (Bruce Greenwood, el JFK de 13 días), el padre, antigua gloria de los surferos, retirado por una lesión de rodilla que le ha amargado el carácter y las ganas de coger de vez en cuando la tabla (sólo solo). Es el primero al que John habla: "Mitch Yost tiene que volver a estar en activo". Y el primero, y único por ahora, en levitar. No pregunten.
Su mujer Cissy (Rebecca de Mornay), aún con fe suficiente en los suyos pero sin fuerza ni siquiera para ceder a la histeria, aunque apunta maneras con ese cigarrillo tramposo “dentro” de casa.
El hijo de ambos, Butchie (Brian Van Holt, arriba, en la primera foto, con John), de unos 30 años, otro ex dios del surf caído por las demandas de una vena que apenas se tensa, a fuerza de picos. En su cochambrosa habitación de motel, abruma a John con sus solemnes afirmaciones: "Voy a echar una cagada de la que un adulto se sentiría orgulloso". Y el pequeño Shaun (Greyson Fletcher),de unos 14 años, hijo de Butchie y nieto por tanto de Mitch y Cissy, en plena ebullición de genes entre las olas, con hambre competitiva, con un pie en la calidez del cuidado que le han dado desde pequeño sus abuelos (un padre colocado descoloca) y con la lucidez suficiente como para lidiar, también desde el calor y el no juicio, con su padre yonqui.
Entre ellos, un desfile de personajes absurdos pero definitivos (el traumatizado dueño del motel –ayayay, esa habitación 24...-; el paranóico poli retirado; la borde y leal Kai, dueña de la tienda surfera; el traficante que persigue a Butchie y que habla solo en el coche -para apuntar ese monólogo a solas sobre la canción de la radio...-; su hilarante ayudante; el misterioso representante de surferos...) para crear este particular cosmos soleado y salado en el que todo parece tomar un cariz apocalíptico y al mismo tiempo redentor. Ya lo repite John, una vez tras otra: “El final se acerca”.
La cuestión no es tanto que la llegada de John altere la vida de todos... sino más bien que, en palabras del padre-ejecutivo de esta criatura televisiva, “reoriente la comprensión que los protagonistas han tenido hasta ahora de sus vidas”. Y parece ser, así, a simple vista, que parte de la respuesta se encuentra en un pajarraco, Zippy, con gran manejo en el uso de la vida y la muerte, y en la pregunta que plantea constantemente John a Butchie, el héroe caído: “¿Qué quieres, Butchie?”.
De redención hablamos. De la de los hombres, a través del sufrimiento y del amor. A través de la esperanza. La Real Academia de la Lengua dice: redimir es “rescatar o sacar de la esclavitud al cautivo mediante precio”. También: “librar de una obligación o extinguirla”, o “poner término a algún vejamen, dolor, penuria u otra adversidad o molestia”. Aquí hablamos de romper cadenas con cadenas. Liberar atando. Aliviar marcando. Black Snake Moanes el título del máster y Craig Brewer, el doctor en debilidades humanas (ya dio otra clase magistral en Hustle & Flow, hace dos años). Hay pelis que sirven.
“No voy a cambiar de opinión. Esté bien o esté mal vas a entenderme. Como dijo Jesucristo: ‘Voy a sufrirte’. ¡VOY A SUFRIRTE! ¡Así que mueve ese culo dentro de mi casa!”. El ‘delicado’ de la frase de arriba es Lázaro (Samuel L. Jackson), hombre de blues atascado en la tristeza, valga la redundancia, por el abandono de su mujer, ahogada en las paredes de una casa fría y de una realidad con vaho, radiador inservible y desidia y ganas de huir. Lázaro quiere morir o matar, ya da lo mismo, pero en su camino lleno de polvo que ya ni ve se cruza Rae (Christina Ricci), inconsciente y golpeada, perdida, y, con ella, una posibilidad inesperada: curarse a sí mismo curando a otro. Redimirse redimiendo. Curar, para sanarse uno delante del espejo.
Rae es ninfómana, y ofrece su cuerpo como un regalo asqueado desde que empezase a crecer con abusos de los peores: con consentimiento materno. Así que ella asume su hambre de sexo como ataques epilépticos y el sexo, como medicina de acción inmediata aunque con brutales efectos secundarios, visibles ya en su pelo sucio y en una tos con fondo podrido. Escucha el quejido de la serpiente negra. Otra cosa es el amor. El de Rae es para un marine (Justin Timberlake) más perdido que ella y cuya ausencia, al servicio de esa patria que miente gratis sobre el honor y otros argumentos, devuelve a Rae a las garras de ese abrir de piernas fácil, tristísimo y sucio, desesperado.
Lázaro encadena a Rae para librarla de su mal. La encadena a ese radiador que heló a su mujer y que ahora cobra sentido y uso en pleno calor sureño. Con cada eslabón, con cada mirada de odio de Rae, incapaz de sentirse atada a un perímetro, él va sanando (tiene una misión) y ella, poco a poco, va entendiendo, cediendo, y juntando las rodillas. No es síndrome de Estocolmo, es, por fin, aceptación. Y no de las cadenas, sino de sí misma y más allá, de sus posibilidades de vivir distinto. Así que no es extraño que cuando él le suelta por fin la cadena (la lucidez del fondo se impone de pronto a la tiranía de la forma: “no tengo derecho a hacerte esto, tú eres responsable de vivir tu vida como quieras”), ella se arrastre lentamente hasta su pierna, se abrace a ella, abriendo ésta vez, en vez de las piernas, las ganas de vivir sin hambre, y escuche el blues de su redentor redimido, ahora menos triste, valga la contradicción.
Esta semana me he tropezado tres veces con la misma piedra. La primera fue el nuevo anuncio de Coca Cola; la segunda, una peli que hacía mil años que no veía y que me encanta, El reencuentro(Lawrence Kasdan, 1983); y la tercera, mi propio escalón vital. Me explico:
Lo de Coca Cola:
Lo de El reencuentro(nominada al Oscar a la Mejor Película en 1984, va sobre varios amigos de la juventud que se reúnen años después, es decir, todos ya en la treintena, en el entierro de uno de ellos). Escucho al personaje de William Hurt:
"Hace mucho tiempo nos conocimos durante un corto periodo de tiempo. No sabes nada de mí. Entonces era fácil. Nadie lo tuvo tan cómodo como nosotros, así que no es sorprendente que nuestra amistad pudiera sobrevivir a eso… Es en el mundo real donde las cosas se ponen feas”.
Y lo de mi escalón. Pienso:
Vale, no estoy en el punto existencialista-pesimista, no sé, deWoody Allen (“No es que tenga miedo de morirme… Es que no quiero estar ahí cuando suceda”), pero sí es cierto que ahora, en este escalón vital (treintena, es evidente), no puedo evitar una mezcla extraña: cierto moñoñismo (te tomo prestado el término, Bea) al recordar a mis amigos de siempre (es increíble que el tiempo te los devuelva, ¿verdad, Lara?), a rutinas llenas de despreocupación y de futuro inmediato..., y al mismo tiempo una certeza brutal de que éste es el mejor momento posible, el de más consciencia, el más lúcido.
Bueno, pues los tres tropezones, la Coca Cola, El reencuentro y yo misma, me han estampado contra la misma farola, trascendencias aparte: la serie Treintaytantos. La vimos allá por finales de los ochenta, o sea, que podemos decir que esta entrada es más bien un flashback, y es curioso porque me encantó teniendo 15 ó 16 años, pero es ahora, cuando tengo la edad de los personajes y también sus circunstancias, cuando la he recordado y cuando me he identificado con ella. Sin llegar a batir récords de audiencia (aunque ganó dos Globos de Oro y 12 Emmys en sus 4 temporadas, de 1987 a 1991), la serie se convirtió en una especie de icono cultural y no porque las tramas o los diálogos fueran especialmente originales o brillantes (tres parejas en la treintena con sus quiebros y disfrutes y miserias y rincones y destemples), sino por el toque especial de sus creadores, Marshall Herskovitz y Edward Zwick (ambos productores de las películas Traffic y El último samurái, y también de la estupendísima serie My so-called life, que nos enseñó a Claire Danes por primera vez),que, además de aprovechar para sus argumentos y ambiente el boom de los yuppies, la aceptación de la homosexualidad y la denominada segunda ola del feminismo, supo equilibrar la sensibilidad con la neurosis, la crítica con la empatía, el humor con el espejo del tiempo.
No se si recomendarla, por aquello de que no estoy segura de que haya envejecido bien (y aún no se si quiero volver a verla…). Pero sí recomiendo el recuerdo. De la serie y de todo lo que sucede antes de los treintaytantos… El resto es todo presente.
Siempre he creído en eso de que el sufrimiento es liberador del arte. Que sólo el dolor, quizás más el espiritual que el físico (aunque no siempre, me acuerdo de Frida Kahlo…),es el que impulsa y alimenta, y hace brillar, el lado artístico de una persona o, al menos, lo que convierte su arte, o su expresión, en algo único y especial.
(Es raro, pero, dados mis últimos, digamos, acontecimientos emocionales, voy a incluir en ese sufrimiento el dolor y el miedo que provoca la felicidad intensa y tangible, aunque ese sea es otro tema...). El sufrimiento de Diane Arbus me conmueve. Lo hace a través de la interpretación de Nicole Kidman en la reciente Diario de una obsesión (vaya, también me conmovió muchísimo su creación, la de la Kidman, digo, de otra “doliente” y suicida, Virginia Wolf, en Las horas), pero también y sobre todo a través de sus fotografías. Son raras, como ella (siempre desubicada entre los "normales") y los seres que retrata. Y también son directas y casi agresivas, me hacen sentir incómoda, me asustan un poco y siento algo de vergüenza, como si no quisiera que nadie me viera mirándolas. Pero también me fascinan. Supongo que nada de lo que siento es extraño, supongo que ésa era su intención y que todos los que miramos hacia esos seres que a su vez miran a cámara nos sentimos así. Incómodos, avergonzados, raros, seducidos. Diane se sentía bien retratándoles, acercándose. Parecen irreales y, sin embargo, ella les hace aparecer nítidos y conscientes de sí mismos. Decía Arbus que ellos son como aristócratas del sufrimiento, como “esas personas que en un cuento de hadas te detienen y te exigen que resuelvas un acertijo. La mayoría de la gente se pasa su vida temiendo pasar por una experiencia traumática. Los freaks nacieron con sus traumas. Ellos ya han pasado su prueba”.
Diane se suicidó en julio de 1971. Cuentan que odiaba el verano. Su hermano le escribió una poesía. “Para D. Muerta por su propia mano”. La copio aquí, con el párrafo que más me duele en negrita…
“Mi querida, me pregunto si antes del fin pensaste en aquel juego de niñosal que seguramente jugaste, en el quecorres por encima del estrecho muro de un jardín imaginando que es la cima de una montaña con insondables precipicios a ambos ladosy cuando sentiste que perdías el equilibriosaltaste, porque temías caer, y pensaste sólo por un instante: es ahora cuando muero. Eso fue hace una vida. Ahora ya no estás,te negaste a seguir jugando el juego de los adultosen el que, manteniendo el equilibrio en la cima que corona la oscuridad se sigue corriendo sin mirar abajo y nunca se salta por temor a caer”.
Hacerse pasar por otro. SER otro. La gran mentira… o la gran oportunidad. No me diréis que nunca lo habéis pensado. Aprovechar una brecha en el tiempo, en el espacio, en la puerta de al lado, para colarte por una rendija de la realidad o del azar y adoptar las formas o el fondo de otra persona, con su vida, su rutina, sus alrededores, su olor y, ajajá, su cuenta corriente. La gran mentira, sí, pero qué rica… Y si acaso es la sombra de la culpa la que se cuela, ahí está míster Thomas Jefferson para aplacar el picor moral y escupir solemne: “El hombre que no teme a las verdades nada tiene que temer a las mentiras”. Tomajeroma.
Me largo este rollo porque he visto The Riches, una nueva serie yanqui, creada por Dmitry Lipkin (un ruso víctima del sueño americano) para la FX Network (Nip/Tuck, El abogado), que apunta justo a esa jugosa mentira de ser otro. Llevo sólo tres episodios vistos y si no me he calzado ya los zapatos de otra es porque ahora, precisamente, no me cambiaría por nadie, pero me llega a pillar en otra época y ya estoy haciendo mía, por la pasta, la querencia a la visa de la parisjilton pre-trullo o, por el talento, el ojo-bisturí de mi querido Michael Mann. Pero a lo que voy. Brevemente, el piloto de The Riches (me voy a acostumbrar a contar sólo lo indispensable, que si no se me va a llenar esto de spoilers) nos presenta a los Malloy: el padre, Wayne (Eddie Izzard, un crack apenas conocido aquí pero con una trayectoria flipante en la comedia travestida -tremendas pintas- y el teatro británicos); la madre, Dahlia, medio-yonqui recién salida de la cárcel (Minnie Driver, esa sosez nominada al Oscar por El indomable Will Huntingy que aquí saca acento y morro y lo borda); Di Di y Cale (Shannon Marie Woodward y Noel Fisher), los hijos adolescentes; y Sam (Aidan Fisher, abajo), el pequeño, un portento con hambre de conocimientos y serias dudas sobre su identidad y género, sospechosamente arraigado a las manoletinas rosas y las horquillas breves.
Para los Malloy la carretera es su casa y los demás ladrones y vividores de caravana, su familia. No tienen número de la seguridad social, no trabajan ni constan, casi no existen. Están, como ellos dicen, “fuera del radar”. Pero entre ellos, aparte de una sinceridad apabullante y un nivel asombrosamente maduro de comunicación paterno-filial (por fin unas conversaciones “reales” entre padres e hijos, sin azúcar ni moralejas ni moralinas ni consejos ni babas), existe un código de supervivencia básico que les hace ser una banda organizada en el mundo del fraude. Unos genios liderados por la verborrea de Wayne, hombre capaz hasta de convencer a Bruckheimer de hacer un drama intimista. Y en estas están los Malloy, con un robo pisándole los talones a otro, cuando la carretera les pone su vida, o mejor dicho, otra posibilidad de vida, delante de sus narices. Son apenas unos segundos: un accidente acaba con un matrimonio de mediana edad, los Riches, millonarios soleados que se dirigían a su nueva mansión, comprada, viva el progreso, a través de un intermediario via Internet, en la lujosa comunidad de Edenfalls, donde ni Dios les ha puesto cara.
Así que, tras unos infructuosos intentos de reanimación… la oportunidad. ¿Por qué no? ¿Por qué no poner rumbo a Edenfalls y ocupar la casa de los Riches? Sólo por una noche, dice Wayne. Luego nos vamos. Ja. Los zapatos de otro son tan, tan cómodos…
Y así, traspasado el felpudo y la primera noche con jacuzzi al aire libre, 'mueren' los Malloy y comienza la vida de los nuevos Riches, que antes de tratar de convencer a sus vecinos de ser quienes son han de convencerse primero a ellos mismos. Son impagables las reacciones de todos: de Wayne, ganador improvisado en un campo de golf, aguantando, palo en mano, las ganas de creer que otra vida es posible. Más aún, que esa otra vida es suya y es ya. Basta con susurrar al primer vecino:
“Extrañan… el susurro que corre todos los días en tu mente. ¿Quién eres en verdad, merodeador? Y la respuesta que tienes que dar, sin importar lo oscuro y frío que el mundo alrededor sea, … quizás sea un rey”.
También la reacción de Dahlia, descreída medular, estirando el mono hasta dar con una vecina empastillada que cree en eso de compartir es vivir (genial Margo Martindale, la vimos en Million Dollar Baby y La mancha humana); la de Cale, incapaz de deshacer la mochila porque se agarra a “sólo una noche”; la de Di Di, madura antes de tiempo, calibrando si los reflejos de la piscina van a terminar por ser barrotes; y la del pequeño Sam, dibujando en las paredes nuevas su itinerario vital en un silencio más lúcido que los gritos de sus genes.
The Riches no tiene nada que ver con nada, ni con películas sobre la suplantación (Sommersby o su original francesa, El regreso de Martin Guerre; Atrápame si puedes o El talento de Mr. Ripley, por citar tres ejemplos más o menos recientes) ni mucho menos con otras series cimentadas en las relaciones familiares y satélites varios. The Riches es diferente, irreverente y sincera, es cutre cuando tiene que serlo y sofisticada cuando pisa sus aceras de urbanización-gucci. Hay sexo explícito y adicción sin arbolejos de centro de ayuda; hay problemas profundos (sí, sí, los ricos también lloran...) y también humor tangible y oscuro. Hay mucha mala leche, crítica bestia y anestesia social, inteligencia y, por parte de sus hacedores, una buena opinión sobre la capacidad mental del espectador (gracias). Y ofrece siempre tensión y malestar (de las que se agradecen delante de una pantalla) ante la posibilidad de que les pillen, que a estas alturas es casi como si nos pillasen a nosotros, porque desde que Wayne agarra ese palo de golf hacemos también nuestro el sueño de que otra vida es posible. Siempre que, sin olvidarnos de la verdad, sepamos mentir como es debido.
Hay series que se te clavan desde el piloto, como Twin Peaks o Prison Break...; otras que te van ganando a fuerza de personaje, como The Office, Los Soprano o House; algunas que se te van metiendo lentamente, por todo un poco, como A dos metros bajo tierra, Sexo en Nueva York, El ala Oeste de la casa Blanca, Anatomía de Grey...; de otras, una vez vistas, es imposible recordar la trama de un solo episodio, como Urgencias o las tres variantes territoriales de CSI... Hay series blandas y cutres, rotundas y bellas, distraídas, mocosas y ñoñas, lúcidas, mordaces, baratas y bestiales, profundas, puro cine, anodinas, geniales... Y luego está Deadwood.
Deadwood es LA serie. Es cine y es barro y sudor, y huele a pólvora y te mancha de sangre y te golpea y te escuece, y duele como el pus bajo la piel. A veces aturde, porque es imposible hacer tanto y tan buen cine, así, pa'la tele (la HBO, que hace milagros con su sello de calidad: Los Soprano, El séquito, Big Love, Curb Your Enthusiasm, A dos metros bajo tierra, Sexo en NY...), y te muerdes el labio inferior, por un extremo y por envidia, porque cuesta creer que haya señores capaces de crear, escribir y filmar algo así de bestia y de bueno: David Milch (Canción triste de Hill Street) y Gregg Fienberg (Big Love), a sus pies. Recuerdo que la primera vez que me hablaron de ella se me bajaron las ganas al suelo al oír que era "un western". Con perdón de mis amigos cinéfilos, confieso que, salvo casos contados, nunca he sentido gran devoción por el género (a ver, me encantan Centauros del desierto, Raíces profundas, Río Bravo, Las aventuras de Jeremiah Johnson, Horizontes de grandeza, El último mohicano, pero no mucho más...). Menos mal que, aun así, me asomé al primer capítulo.
Y me encontré con Al Swearengen (Ian McShane, Scoop, en primer plano en la imagen de abajo),un ser repugnante y cruel, dueño del saloon La Gema y propietario, por ende, del whisky, las mujeres y el juego de Deadwood. Sitúo: estamos en julio de 1876 y Deadwood es una floreciente ciudad de Dakota, sin leyes y con un yacimiento de oro que es imán para cientos de personas que atraviesan el país para fabricarse un futuro... Volvamos a Swearengen. A la segunda mirada de control y hielo de este hombre al que fijo le apestan hasta los tirantes, ya se intuye que lo menos malo va a ser la muerte. Él bebe y bebe y observa y manda, y por las tablas de su local va desfilando la peña, todos con un propósito, todos con reserva, algunos con miedo. El primer encontronazo es con Seth Bullock (Timothy Olyphant, El cazador de sueños, a la derecha, con sombrero), hombre recto de manual que llega a Deadwood desde Montana, allí era el sheriff, con la intención de montar con su socio Sol (John Hawkes) un almacén y comenzar una nueva vida, aun en medio del barro, rodeado de emigrantes que ya forman gremios (ya hay mafia china), de prostitutas a las que él trata como a damas y de una mujer, Alma Garret (Molly Parker, Wonderland) a la que amar en silencio y de lejos es la única opción. La honradez de Bullock corta el aire apestado de La Gema, pero no todo el mundo en Deadwood le mira mal. El doctor, el periodista, el famoso pistolero Wild Bill Hickok (Keith Carradine, en la imagen del segundo párrafo, con Olyphant) y hasta la burra pero buenaza Calamity Jane (un prodigio, más con acento en versión original, Robin Weigert) ven en él la esperanza de una ciudad regulada por la moral y la ley. El resto de inadaptados se acopla bajo los húmedos alerones de Al (sus dos ayudantes, el mezquino director del hotel, el afable Wu, la puta Trixie...), que protege al que le beneficia, aunque sea a golpe de cuchillo y cerdos hambrientos de carne humana. La preparación de las primeras elecciones comienza a crear pactos inverosímiles, alianzas inesperadas y una vuelta a la tortilla que apabulla desde casi el comienzo y que obligará al espectador, me juego una cena, a adorar incondicionalmente, a venerar y aplaudir, a comprender, perdonar y querer hasta la devoción a ese ser repugnante, maloliente, sabio y cínico llamado Al Swearengen.
Lo mejor no es la calidad de la serie, sus diálogos contundentes y bestiales, su diseño de producción y vestuario, su factura, sus premios (7 emmys, un Globo de oro -mejor actor para McShane-), su aportación didáctica (los primeros pasos de la libertad de prensa, por ejemplo, o de la censura, o cómo se hacía frente en esa época a un cálculo de riñón o a la muerte o a la violación, la dignidad, la avaricia...)... Lo mejor no es, tampoco, que ya esté editada en DVD. Lo mejor es que todo ocurrió de verdad. Deadwood existe, existió, al igual que la mayoría de sus personajes... Los que aguantaron allí contaron su historia.
No digo yo que haya que irse al extremo de subidón de azúcar al que de vez en cuando nos somete el cine yanqui con esas cenas familiares de acción de gracias y desgracias pavofrío. Pero tengo que confesar que los momentos ácidos (cinéfilos, se entiende) entre seres de una misma familia, normalmente unidos en un mismo espacio más por obligación que por deseo, siempre me han puesto las pilas, guión majete y diálogos a la altura de por medio, claro. Creo que me gustan esos momentos porque en ellos los protagonistas se pasan por el forro esa máxima psicovital de “todo lo hacemos para que nos quieran” y, como no se juegan el cariño ajeno (bien porque ya lo tienen o directamente porque antes de tenerlo preferirían la muerte natural), optan por una crueldad de bisturí y una lucidez de hormigón (que es lo que más se agradece en estos tiempos de corrección política). Y también me gustan porque ese alboroto general ante una mesa, en la que las conversaciones se mezclan y todo es un lío de babel y gestos y sílabas perdidas en el aire (o en el molar, relleno, puaj, de pavo con castañas), me recuerda a MIS reuniones familiares, que son recuerdos calentitos y chanantes. Sobre todo los últimos (ya os contaré, ya...).
Hay varios de esos momentos en, por ejemplo, A casa por vacaciones (arriba), una película “pequeñita” que dirigió en 1995 Jodie Foster (fue su ópera prima) y en la que Holly Hunter, que es esa mujer bajita que siempre hace aún más bajitos a sus compañeros de reparto, decía, porro en comisura: “No tenemos por qué gustarnos. Somos familia”. También me flipa (mucho) el descacharre de la genial Vive como quieras (toda esta gente en blanco y negro de la foto), esa joyita liosa y mondante y lironda que le valió a Frank Capra el Oscar al mejor director en 1938, con el abuelo Barrymore haciendo órden del desorden. Y hay otros momentos de este tipo, con algunos peros y varias virtudes, en la serie Brothers & Sisters, recientemente estrenada aquí, en el Plus, con el título Cinco hermanos (posan todos en la foto de abajo).
Veamos. No esperéis los grados de acidez de Lester Burnham en American Beauty ni los descriptivos silencios de Dwayne en Little Miss Sunshine, o la muestra de incisivos de El ala oeste de la Casa Blanca y la calidez generacional de la añorada Treintaitantos, pero por lo menos no hay ñoñería (bueno, no mucha) en el tratamiento de temas como homosexualidad, adulterio, drogas y soledad (no os riáis: escuchar una frase “normal” y directa sobre estos temas en una serie americana es como para celebrarlo). Y sí, en cambio, todas esas movidas y guiños y complicidades y cabreos y quiebros familiares que hacen que los capítulos se pasen volando, como esas sílabas sobre las mesas de acción de gracias. Además, se nota que detrás están las cabezas pensantes y la mirada en plano secuencia de gente experta: el productor y guionista Jon Robin Baitz(El ala oeste..., Alias) y el productor y director Ken Olin(El ala oeste..., Felicity, Treintaitanos).
Para los que no hayáis visto ni un capítulo: el piloto comienza con Tom Skerrit, patriarca de una familia de hoy, palmándola en la piscina de su mansión californiana en plena cena familiar. ¿Los que quedan? Pues una viuda más descolocada que Rajoy cantando libertad-libertad en Cibeles (estupenda, como siempre, Sally Field. Por cierto: también hacía de mujer de Skerrit en Magnolias de acero, eran los padres de Julia Roberts) y cinco hermanos que empiezan a descubrir que su padre “perfecto” era, simplemente, un hombre con tantas virtudes como dobleces (entre ellos, una vida paralela). En realidad, más que esa trama de culebrón cristalino, lo que llena y rellena cada capítulo son el timón de Nora (Field), tratando de matar el frío del lado vacío de su cama, y las vidas de estos cinco hermanos:
-la independiente Kitty (Calista Flockhart, Ally McBeal, después de su salida de Cambio Radical), que comienza la serie como comentarista política en un programa televisivo y continúa el camino por los despachos del senador Robert McCallister (Rob Lowe regresa de los pasillos de El ala oeste…), sólo un poco más republicano que ella pero con las mismas ganas de compartir sus ideales en un plano, digamos, más horizontal…
-la omnipotente Sarah (siempre me ha gustado esta mujer, Rachel Griffiths, desde que debutó en silla de ruedas en La boda de Muriel hasta el perfil superdotado de “su” Brenda en A dos metros bajo tierra…), tratando de compaginar la dirección de la empresa familiar con un marido pegado a una guitarra y dos hijos pequeños…
-el estéril Tommy (Balthasar Getty,Brigada 49), a medio camino entre el complejo de inferioridad y la nada…
-el gay de la serie, Kevin (Matthew Rhys,Love and Other Disasters), a vueltas con su papel de abogado y de abridor oficial de armarios ajenos…
-y el más pequeño, Justin (Dave Annable, os sonará la cara de sus anuncios de Reebok y Pepsi…), que trata de superar su adicción a las drogas después de su heróica decepción en tierras iraquíes sirviendo (¡ja!) a su patria de banderas devueltas en forma de triángulo.
En el mismo estante de Six Degrees (ver entrada del 7 de abril), Brothers & Sisters no es de esas series de las que uno podría estar hablando con devoción y escalpelo y café y cigarrillos, pero sí tiene el encanto de esas movidas familiares de las que hablábamos al principio, referencias cachondas ("Mmmh... Un niño pequeño jugando bajo tu mesa... Eso es muy JFK" -Kitty al senador McCallister) y el ritmo perfecto para verla sin esfuerzo, algo así como lo que ocurre con otra de las series de la casa (la ABC),Anatomía de Grey, pero sin tanta cancioncilla de viaje noñete en coche (a mí me gusta, que conste, pero me río con vergüencilla cuando salta el temita con guitarra de turno, glups)…
“Bien, hay buenas y malas noticias. Las malas son que se confirman los despidos y que algunos de vosotros vais a perder vuestros empleos. Ya lo se, apesta. En un plano más positivo, las buenas noticias son que me han ascendido, así que… genial. Aún estáis pensando en las malas noticias, ¿no?”. (David Brent, The Office -versión inglesa-).
“¿Qué jodida clase de ser humano soy que hasta mi madre me quiere ver muerto?” (Tony Soprano, Los Soprano).
“No se acaba el mundo con el dolor o el daño. Ni con la desesperación o las palizas. El mundo acaba cuando te mueres. Hasta entonces, hay golpes de sobra. Así que mantente en pie como un hombre… y propina tú alguno”. (Al Swearengen, Deadwood).
“Salvar a la animadora. Salvar el mundo” (Hiro Nakamura, Héroes).
“Hola, me gustaría una hamburguesa con queso, por favor, unas patatas grandes y un Cosmopolitan”. (Carrie, Sexo en Nueva York).
“A lo mejor nos gusta el dolor. A lo mejor somos así. Porque sin él, no sé, quizás no nos sentimos reales. ¿Por qué sigo golpeándome con un martillo? Porque me siento de coña cuando paro de hacerlo”. (Meredith Grey, Anatomía de Grey).
“No tengo ni idea de a dónde nos llevará esto, pero definitivamente tengo la sensación de que será un lugar tan maravilloso como extraño” (Dale Cooper, Twin Peaks).
“El futuro es sólo un jodido concepto que utilizamos para evitar el presente”. (Brenda, A dos metros bajo tierra).
“Me metí en este negocio para no tener que trabajar” (Vince, El séquito).
“La línea que divide la industria del porno y la cirugía plástica es muy delgada. Ambos venden fantasía, ¿no es así?”. (Christian, Nip/Tuck).
Scully: “Mulder, hay algo ahí fuera”. Mulder: “Lo sé. Llevo años diciéndolo”. (Expediente X).