sábado, 21 de abril de 2007

Esplendor en el barro

Hay series que se te clavan desde el piloto, como Twin Peaks o Prison Break...; otras que te van ganando a fuerza de personaje, como The Office, Los Soprano o House; algunas que se te van metiendo lentamente, por todo un poco, como A dos metros bajo tierra, Sexo en Nueva York, El ala Oeste de la casa Blanca, Anatomía de Grey...; de otras, una vez vistas, es imposible recordar la trama de un solo episodio, como Urgencias o las tres variantes territoriales de CSI... Hay series blandas y cutres, rotundas y bellas, distraídas, mocosas y ñoñas, lúcidas, mordaces, baratas y bestiales, profundas, puro cine, anodinas, geniales... Y luego está Deadwood.

Deadwood es LA serie. Es cine y es barro y sudor, y huele a pólvora y te mancha de sangre y te golpea y te escuece, y duele como el pus bajo la piel. A veces aturde, porque es imposible hacer tanto y tan buen cine, así, pa'la tele (la HBO, que hace milagros con su sello de calidad: Los Soprano, El séquito, Big Love, Curb Your Enthusiasm, A dos metros bajo tierra, Sexo en NY...), y te muerdes el labio inferior, por un extremo y por envidia, porque cuesta creer que haya señores capaces de crear, escribir y filmar algo así de bestia y de bueno: David Milch (Canción triste de Hill Street) y Gregg Fienberg (Big Love), a sus pies.
Recuerdo que la primera vez que me hablaron de ella se me bajaron las ganas al suelo al oír que era "un western". Con perdón de mis amigos cinéfilos, confieso que, salvo casos contados,
nunca he sentido gran devoción por el género (a ver, me encantan Centauros del desierto, Raíces profundas, Río Bravo, Las aventuras de Jeremiah Johnson, Horizontes de grandeza, El último mohicano, pero no mucho más...). Menos mal que, aun así, me asomé al primer capítulo.

Y me encontré con Al Swearengen
(Ian McShane, Scoop, en primer plano en la imagen de abajo), un ser repugnante y cruel, dueño del saloon La Gema y propietario, por ende, del whisky, las mujeres y el juego de Deadwood. Sitúo: estamos en julio de 1876 y Deadwood es una floreciente ciudad de Dakota, sin leyes y con un yacimiento de oro que es imán para cientos de personas que atraviesan el país para fabricarse un futuro... Volvamos a Swearengen. A la segunda mirada de control y hielo de este hombre al que fijo le apestan hasta los tirantes, ya se intuye que lo menos malo va a ser la muerte. Él bebe y bebe y observa y manda, y por las tablas de su local va desfilando la peña, todos con un propósito, todos con reserva, algunos con miedo. El primer encontronazo es con Seth Bullock (Timothy Olyphant, El cazador de sueños, a la derecha, con sombrero), hombre recto de manual que llega a Deadwood desde Montana, allí era el sheriff, con la intención de montar con su socio Sol (John Hawkes) un almacén y comenzar una nueva vida, aun en medio del barro, rodeado de emigrantes que ya forman gremios (ya hay mafia china), de prostitutas a las que él trata como a damas y de una mujer, Alma Garret (Molly Parker, Wonderland) a la que amar en silencio y de lejos es la única opción. La honradez de Bullock corta el aire apestado de La Gema, pero no todo el mundo en Deadwood le mira mal. El doctor, el periodista, el famoso pistolero Wild Bill Hickok (Keith Carradine, en la imagen del segundo párrafo, con Olyphant) y hasta la burra pero buenaza Calamity Jane (un prodigio, más con acento en versión original, Robin Weigert) ven en él la esperanza de una ciudad regulada por la moral y la ley. El resto de inadaptados se acopla bajo los húmedos alerones de Al (sus dos ayudantes, el mezquino director del hotel, el afable Wu, la puta Trixie...), que protege al que le beneficia, aunque sea a golpe de cuchillo y cerdos hambrientos de carne humana. La preparación de las primeras elecciones comienza a crear pactos inverosímiles, alianzas inesperadas y una vuelta a la tortilla que apabulla desde casi el comienzo y que obligará al espectador, me juego una cena, a adorar incondicionalmente, a venerar y aplaudir, a comprender, perdonar y querer hasta la devoción a ese ser repugnante, maloliente, sabio y cínico llamado Al Swearengen.

Lo mejor no es la calidad de la serie, sus diálogos contundentes y bestiales, su diseño de producción y vestuario, su factura, sus premios (7 emmys, un Globo de oro -mejor actor para McShane-), su aportación didáctica (los primeros pasos de la libertad de prensa, por ejemplo, o de la censura, o cómo se hacía frente en esa época a un cálculo de riñón o a la muerte o a la violación, la dignidad, la avaricia...)... Lo mejor no es, tampoco, que ya esté editada en DVD. Lo mejor es que todo ocurrió de verdad. Deadwood existe, existió, al igual que la mayoría de sus personajes... Los que aguantaron allí contaron su historia.

miércoles, 18 de abril de 2007

Acidez fraternal

No digo yo que haya que irse al extremo de subidón de azúcar al que de vez en cuando nos somete el cine yanqui con esas cenas familiares de acción de gracias y desgracias pavofrío. Pero tengo que confesar que los momentos ácidos (cinéfilos, se entiende) entre seres de una misma familia, normalmente unidos en un mismo espacio más por obligación que por deseo, siempre me han puesto las pilas, guión majete y diálogos a la altura de por medio, claro. Creo que me gustan esos momentos porque en ellos los protagonistas se pasan por el forro esa máxima psicovital de “todo lo hacemos para que nos quieran” y, como no se juegan el cariño ajeno (bien porque ya lo tienen o directamente porque antes de tenerlo preferirían la muerte natural), optan por una crueldad de bisturí y una lucidez de hormigón (que es lo que más se agradece en estos tiempos de corrección política). Y también me gustan porque ese alboroto general ante una mesa, en la que las conversaciones se mezclan y todo es un lío de babel y gestos y sílabas perdidas en el aire (o en el molar, relleno, puaj, de pavo con castañas), me recuerda a MIS reuniones familiares, que son recuerdos calentitos y chanantes. Sobre todo los últimos (ya os contaré, ya...).

Hay varios de esos momentos en, por ejemplo, A casa por vacaciones (arriba), una película “pequeñita” que dirigió en 1995 Jodie Foster (fue su ópera prima) y en la que Holly Hunter, que es esa mujer bajita que siempre hace aún más bajitos a sus compañeros de reparto, decía, porro en comisura: “No tenemos por qué gustarnos. Somos familia”. También me flipa (mucho) el descacharre de la genial Vive como quieras (toda esta gente en blanco y negro de la foto), esa joyita liosa y mondante y lironda que le valió a Frank Capra el Oscar al mejor director en 1938, con el abuelo Barrymore haciendo órden del desorden. Y hay otros momentos de este tipo, con algunos peros y varias virtudes, en la serie Brothers & Sisters, recientemente estrenada aquí, en el Plus, con el título Cinco hermanos (posan todos en la foto de abajo).

Veamos. No esperéis los grados de acidez de Lester Burnham en American Beauty ni los descriptivos silencios de Dwayne en Little Miss Sunshine, o la muestra de incisivos de El ala oeste de la Casa Blanca y la calidez generacional de la añorada Treintaitantos, pero por lo menos no hay ñoñería (bueno, no mucha) en el tratamiento de temas como homosexualidad, adulterio, drogas y soledad (no os riáis: escuchar una frase “normal” y directa sobre estos temas en una serie americana es como para celebrarlo). Y sí, en cambio, todas esas movidas y guiños y complicidades y cabreos y quiebros familiares que hacen que los capítulos se pasen volando, como esas sílabas sobre las mesas de acción de gracias. Además, se nota que detrás están las cabezas pensantes y la mirada en plano secuencia de gente experta: el productor y guionista Jon Robin Baitz (El ala oeste..., Alias) y el productor y director Ken Olin (El ala oeste..., Felicity, Treintaitanos).

Para los que no hayáis visto ni un capítulo: el piloto comienza con Tom Skerrit, patriarca de una familia de hoy, palmándola en la piscina de su mansión californiana en plena cena familiar. ¿Los que quedan? Pues una viuda más descolocada que Rajoy cantando libertad-libertad en Cibeles (estupenda, como siempre, Sally Field. Por cierto: también hacía de mujer de Skerrit en Magnolias de acero, eran los padres de Julia Roberts) y cinco hermanos que empiezan a descubrir que su padre “perfecto” era, simplemente, un hombre con tantas virtudes como dobleces (entre ellos, una vida paralela). En realidad, más que esa trama de culebrón cristalino, lo que llena y rellena cada capítulo son el timón de Nora (Field), tratando de matar el frío del lado vacío de su cama, y las vidas de estos cinco hermanos:

-la independiente Kitty (Calista Flockhart, Ally McBeal, después de su salida de Cambio Radical), que comienza la serie como comentarista política en un programa televisivo y continúa el camino por los despachos del senador Robert McCallister (Rob Lowe regresa de los pasillos de El ala oeste…), sólo un poco más republicano que ella pero con las mismas ganas de compartir sus ideales en un plano, digamos, más horizontal…

-la omnipotente Sarah (siempre me ha gustado esta mujer, Rachel Griffiths, desde que debutó en silla de ruedas en La boda de Muriel hasta el perfil superdotado de “su” Brenda en A dos metros bajo tierra…), tratando de compaginar la dirección de la empresa familiar con un marido pegado a una guitarra y dos hijos pequeños…

-el estéril Tommy (Balthasar Getty, Brigada 49), a medio camino entre el complejo de inferioridad y la nada…

-el gay de la serie, Kevin (Matthew Rhys, Love and Other Disasters), a vueltas con su papel de abogado y de abridor oficial de armarios ajenos…

-y el más pequeño, Justin (Dave Annable, os sonará la cara de sus anuncios de Reebok y Pepsi…), que trata de superar su adicción a las drogas después de su heróica decepción en tierras iraquíes sirviendo (¡ja!) a su patria de banderas devueltas en forma de triángulo.

En el mismo estante de Six Degrees (ver entrada del 7 de abril), Brothers & Sisters no es de esas series de las que uno podría estar hablando con devoción y escalpelo y café y cigarrillos, pero sí tiene el encanto de esas movidas familiares de las que hablábamos al principio, referencias cachondas ("Mmmh... Un niño pequeño jugando bajo tu mesa... Eso es muy JFK" -Kitty al senador McCallister) y el ritmo perfecto para verla sin esfuerzo, algo así como lo que ocurre con otra de las series de la casa (la ABC), Anatomía de Grey, pero sin tanta cancioncilla de viaje noñete en coche (a mí me gusta, que conste, pero me río con vergüencilla cuando salta el temita con guitarra de turno, glups)…

martes, 10 de abril de 2007

Tommy Donnelly hace lo que puede

Hay otras más rimbombantes, más acordes quizás con el concepto de grandeza y excepcionalidad, pero la definición de héroe que más me ha gustado siempre es (aparentemente) la más simple: "Un héroe es todo aquel que hace lo que puede". Toma ya. Ni tambores ni gaitas. Ni salvamentos ni voladuras ni aliento contenido. Ni ruido. El que hace lo que puede. (¿Entonces... no somos todos héroes? Pues no. Paraos a pensar...). Bueno, la cuestión es que la frase, del escritor francés Romain Rolland, se me vino a la cabeza hace poco al encontrarme en la pantalla con Tommy Donnelly (abajo, en primer plano), un chico-hombre tan enclenque por fuera como la definición de arriba y tan rotundo y bestia por dentro como... sí, como la definición de arriba, también. Tommy Donnelly es ese tipo de héroe porque hace lo que puede por la familia. Pronúnciese "la familia" con la garganta rota, tonillo Corleone y trazo oscuro. Porque ése es exactamente el aire familiar de Tommy: una madre viuda (¿alguien adivina cómo murió su marido?) y tres hermanos por los que dar la vida en un barrio marginal de Nueva York donde controlar un sindicato, una lista de apuestas y hasta una esquina es cuestión de rifa o muerte. O de susto (ya sabéis: dedos cortados, sobres con sorpresas, amaneceres de almohadas y cabezas equinas seccionadas...). Pero como hemos quedado que aquí nada es tan rimbombante, dejémoslo en que Tommy Donnelly, hasta ese momento en que tenga que dar la vida, se desgasta dando a esos hermanos cafres su tiempo, sus ganas y, peor aún, su moral. Y por eso es un héroe. Por ser capaz, sin perderse del todo, de renunciar a sí mismo (él nunca extorsionaría, nunca mataría, nunca robaría, pero...) por mantenerlos a todos a flote, aunque él no pare de tragar agua.

Tommy Donnelly fue real, aunque ahora sea ficción. Es el personaje principal de la serie del momento (bueno, de "mi" momento), The Black Donnellys, creada por Paul Haggis y su coguionista habitual, Bobby Moresco (juntos tienen un Oscar por el guión de Crash, premio al que también optó Haggis en solitario por el guión de Million Dollar Baby), como pago a las historias escuchadas a los padres. Me explico. El título de la serie es en realidad el apodo de los verdaderos Donnelly, una familia canadiense de origen irlandés que en el siglo XIX se vió envuelta en una masacre de esas que se buscan en las hemerotecas en la localidad de Lucan (Ontario). Por lo visto, la enemistad entre las distintas familias (mafiosillas, se entiende) de allí era tan bestia que las anécdotas eran famosas en los pueblos de alrededor, y se fueron transmitiendo de generación en generación, algo así como una mezcla entre los quiebros de Luis Candelas y el eco de Puerto Urraco pero en versión nevada y con medias pintas y con devoción a San Patricio. El caso es que fue así como Paul Haggis conoció a los Donnelly y así fue como fue pariendo en su cabeza a los cuatro hermanos "oscuros": Tommy (Jonathan Tucker, Hostage, Pulse) a la cabeza; el guapo-tontolaba-pero-sensible Sean (Michael Stahl-David); el 'gripao' Kevin (Billy Lush, A dos metros bajo tierra, Sin rastro); y, en la punta más afilada, el cabronazo de Jimmy (Tom Guiry, Black Hawk derribado, Tigerland), siempre dispuesto a aumentar la soledad (condición primera del héroe) de su hermano Tommy y a aprovecharse, sin saberlo, de la culpa y/o responsabilidad (condición segunda del héroe) que éste siente por un "incidente" de su infancia (no desvelo más...). Y, por supuesto, Haggis creó a Jenny (Olivia Wilde, Alpha Dog, O.C.), la 'irish' pegada al incondicional latido de Tommy. Porque el chico también sufre, con permiso fraternal, por el amor de su vida.

The Black Donnelys, salida de la NBC (la responsable de Urgencias, The Office -la versión yanqui, claro- y, casualmente, Héroes, que acaban de estrenar aquí las autonómicas) no tiene fecha de estreno en España, pero ya sabéis de las maravillas de la red... Tampoco tiene la negrura de Los Soprano, ni la densidad de la relación fraterno-amistosa de los niños de Mystic River, ni la sobriedad de Palminteri haciendo suyo al pequeño Calogero en Una historia del Bronx. Pero se respira un poco de todo ello, se sostienen bien las tramas y aunque se echa de menos algún giro o evolución (hay tiempo, por ahora he visto sólo los seis primeros episodios...), los personajes están muy bien definidos casi desde el piloto. Los diálogos son ágiles, los guiños no chirrían nada (hay congelados con paso a flashbacks y un narrador cachondo frivolizando con cada gota de sangre) y, poco a poco, todo alrededor de Tommy va tomando cuerpo, oscuridad y peso.
Aún a oscuras, él sigue haciendo lo que puede.

sábado, 7 de abril de 2007

A cuatro pasos de Scorsese



"Seis grados de separación es la teoría de que cualquiera en la Tierra puede estar conectado a cualquier otra persona en el planeta a través de una cadena de conocidos que no tiene más de cuatro intermediarios". La primera vez que oí hablar de esta teoría (más info en Wikipedia) fue en 1993, por la película Seis grados de separación, de Fred Shepisi (capaz de hacer La casa Rusia y también de perpetrar cosicas como Cosas de familia o Criaturas feroces -¡cómo te echamos de menos, Wanda!-). En ella, Donald Sutherland y Stockard Channing recibían una visita inesperada de Will Smith, que decía ser amigo de la universidad de sus hijos. A pesar de ser un desconocido, terminaban invitándole a dormir, y él a cambio se ofrecía a prepararles una cena casera y les sorprendía con una conversación interesante. Un encanto, vamos. Pero a la mañana siguiente, los anfitriones descubrían que bajo la amable apariencia de Smith había una serie de circunstancias, intenciones y sorprendentes conexiones que... bueno, paro aquí, por si a alguien le interesa recuperar la peli.

El caso es que la teoría de los seis grados me pareció curiosa (también demasiado osada, la verdad: ¿alguien me puede decir cómo tan sólo cuatro personicas en todo el mundo me separan de, por ejemplo, Martin Scorsese o Michael Mann? En fin...). Poco tiempo después di por casualidad con una página web también curiosa: se llamaba
"El oráculo de Bacon", la habían desarrollado en la Universidad de Virginia a raíz de un juego de ordenador y utilizaba la Internet Movie Data Base (IMDB) para hacer conexiones en menos de seis pasos entre diferentes actores, independientemente de su época, su nacionalidad, etc. Star Links, se llama. Resultaba muy útil y, de nuevo, muy curioso: permitía conectar, por poner sólo un ejemplo (surrealista, lo se), a Errol Flynn con Lucía Jiménez en tan sólo tres pasos. Creo que el nombre se debe a que el primer actor con el que probaron para el "juego" fue Kevin Bacon.

Recientemente me he vuelto a tropezar con los seis grados (el psicólogo Stanley Milgram lo llama también "el problema del pequeño mundo": me gusta, viene a ser la manera bonita de decir lo del pañuelo lleno de mocos). Fue hace unos meses, cuando descubrí en internet una serie titulada Six Degrees. Al principio no caí en el significado del título, la bajé porque el piloto lo dirigía Rodrigo García: sus pelis Cosas que diría con sólo mirarla y Nueve vidas me encantan, y también sus episodios de otras series chulas (A dos metros bajo tierra, Los Soprano y la última, Big Love, de la que hablaremos otro día...). Y la verdad es que Six Degrees, con el punto coral de sus pelis, le venía al pelo: seis personajes neoyorquinos en principio desconocidos entre sí cuyas vidas van cruzándose por azar, casualidad, destino o veteasaberqué. Os describo brevemente quiénes son esos seis "eslabones" de la cadena:

Laura (Hope Davis, esa estupenda actriz que tiene un poco de frenillo en versión original. La hemos visto en las geniales A propósito de Schmidt y American Splendor y dentro de poco estrena The Hoax, de Lasse Hallström, con Richard Gere. Tiene buena pinta), es una viuda-con-hija-pequeña que tiene que empezar una nueva vida tras la muerte de su marido en Iraq. Le echa una mano Mae (Erika Christensen, la hija yonqui de Michael Douglas en Traffic y la azafata de Plan de vuelo: desaparecida), su nueva niñera, una joven que huye de algo o de alguien y en cuyo camino se cruza Carlos (Jay Hernández, World Trade Center), un abogado aún decente empeñado en hacer la mejor defensa posible de un chico acusado de un crimen que no ha cometido, porque el verdadero culpable, aunque por accidente, es Damian (Dorian Missick, El caso Slevin), un chófer que trata de llevar una vida honrada, lejos de su hermano mafioso. Cierran el círculo Steven (Campbell Scott, Elegir un amor), un fotógrafo que intenta alejarse de la barra del bar y de recuperar su "ojo" con la cámara, y Whitney (Bridget Moynahan, Yo Robot, La prueba, Bar Coyote), una ejecutiva de éxito que carga con un prometido de esos que piensan que una infidelidad no es tal hasta después de la boda.

Veamos: no es la serie de mi vida (en el altar siguen Deadwood, The Office y Los Soprano -metería Sexo en Nueva York, pero me da un poco de vergüencilla-. Y estoy empezando a pillarme con The Black Donnellys, la serie de Paul Haggis, el crack de Million Dollar Baby y Crash), y en Estados Unidos apenas la han visto cuatro gatos (aunque eso no es una referencia seria: ¿no os echáis a temblar cuando estrenan una peliculaca con la frase "número 1 en USA"?), pero la serie tiene un punto. Es sencilla, poco pretenciosa, cálida y coherente. Y se me había olvidado algo importante: Nueva York es un personaje más. Eso sí, no hay héroes ni náufragos ni aliens. Es digamos, la oferta tranqui de las series americanas. La versión Alphaville. Si queréis echárle un vistazo, aparte de internet, la estrenan, titulada Seis grados, en Cuatro el próximo 19 de abril.

Os dejo. Voy a llamar a mi abuela, a ver si conoce a alguien que conozca a alguien que pueda llamar a alguien que me conecte con Martin.

lunes, 2 de abril de 2007

Aún no era hoy


Digamos que las ganas de tener mi propio blog me entraron esta noche, cuando aún no era hoy. A eso de las seis y cuarto, de noche todavía, en un extraño e inesperado ataque de insomnio, lucidez y lectura. Raro. Pues eso, que me entraron ganas leyendo blogs ajenos y pensando cómo contaría yo tal o cual cosa, de qué hablaría, qué me atrevería a contar y qué me callaría, por pudor o verguenza o quéseyo. No se si abriré la palma para mostrar llaves ocultas, como la que da nombre a este blog, pequeño guiño a mi enganche cinéfilo. No se si haré de esto una especie de diario o más bien un hueco anónimo para compartir con alguien o algo o nadie lo que me gusta y lo que no de lo que voy viendo, que es mucho (qué suerte), de cine, en grande y en pequeño (series que son como cine). A ver.