lunes, 18 de junio de 2007
Voy a sufrirte
De redención hablamos. De la de los hombres, a través del sufrimiento y del amor. A través de la esperanza. La Real Academia de la Lengua dice: redimir es “rescatar o sacar de la esclavitud al cautivo mediante precio”. También: “librar de una obligación o extinguirla”, o “poner término a algún vejamen, dolor, penuria u otra adversidad o molestia”.
Aquí hablamos de romper cadenas con cadenas. Liberar atando. Aliviar marcando.
Black Snake Moan es el título del máster y Craig Brewer, el doctor en debilidades humanas (ya dio otra clase magistral en Hustle & Flow, hace dos años). Hay pelis que sirven.
“No voy a cambiar de opinión. Esté bien o esté mal vas a entenderme. Como dijo Jesucristo: ‘Voy a sufrirte’. ¡VOY A SUFRIRTE! ¡Así que mueve ese culo dentro de mi casa!”.
El ‘delicado’ de la frase de arriba es Lázaro (Samuel L. Jackson), hombre de blues atascado en la tristeza, valga la redundancia, por el abandono de su mujer, ahogada en las paredes de una casa fría y de una realidad con vaho, radiador inservible y desidia y ganas de huir. Lázaro quiere morir o matar, ya da lo mismo, pero en su camino lleno de polvo que ya ni ve se cruza Rae (Christina Ricci), inconsciente y golpeada, perdida, y, con ella, una posibilidad inesperada: curarse a sí mismo curando a otro. Redimirse redimiendo. Curar, para sanarse uno delante del espejo.
Rae es ninfómana, y ofrece su cuerpo como un regalo asqueado desde que empezase a crecer con abusos de los peores: con consentimiento materno. Así que ella asume su hambre de sexo como ataques epilépticos y el sexo, como medicina de acción inmediata aunque con brutales efectos secundarios, visibles ya en su pelo sucio y en una tos con fondo podrido. Escucha el quejido de la serpiente negra.
Otra cosa es el amor. El de Rae es para un marine (Justin Timberlake) más perdido que ella y cuya ausencia, al servicio de esa patria que miente gratis sobre el honor y otros argumentos, devuelve a Rae a las garras de ese abrir de piernas fácil, tristísimo y sucio, desesperado.
Lázaro encadena a Rae para librarla de su mal. La encadena a ese radiador que heló a su mujer y que ahora cobra sentido y uso en pleno calor sureño. Con cada eslabón, con cada mirada de odio de Rae, incapaz de sentirse atada a un perímetro, él va sanando (tiene una misión) y ella, poco a poco, va entendiendo, cediendo, y juntando las rodillas. No es síndrome de Estocolmo, es, por fin, aceptación. Y no de las cadenas, sino de sí misma y más allá, de sus posibilidades de vivir distinto. Así que no es extraño que cuando él le suelta por fin la cadena (la lucidez del fondo se impone de pronto a la tiranía de la forma: “no tengo derecho a hacerte esto, tú eres responsable de vivir tu vida como quieras”), ella se arrastre lentamente hasta su pierna, se abrace a ella, abriendo ésta vez, en vez de las piernas, las ganas de vivir sin hambre, y escuche el blues de su redentor redimido, ahora menos triste, valga la contradicción.
sábado, 9 de junio de 2007
Tres piedras, tres décadas
Esta semana me he tropezado tres veces con la misma piedra. La primera fue el nuevo anuncio de Coca Cola; la segunda, una peli que hacía mil años que no veía y que me encanta, El reencuentro (Lawrence Kasdan, 1983); y la tercera, mi propio escalón vital. Me explico:
Lo de Coca Cola:
Lo de El reencuentro (nominada al Oscar a la Mejor Película en 1984, va sobre varios amigos de la juventud que se reúnen años después, es decir, todos ya en la treintena, en el entierro de uno de ellos). Escucho al personaje de William Hurt:
"Hace mucho tiempo nos conocimos durante un corto periodo de tiempo. No sabes nada de mí. Entonces era fácil. Nadie lo tuvo tan cómodo como nosotros, así que no es sorprendente que nuestra amistad pudiera sobrevivir a eso… Es en el mundo real donde las cosas se ponen feas”.
Y lo de mi escalón. Pienso:
Vale, no estoy en el punto existencialista-pesimista, no sé, de Woody Allen (“No es que tenga miedo de morirme… Es que no quiero estar ahí cuando suceda”), pero sí es cierto que ahora, en este escalón vital (treintena, es evidente), no puedo evitar una mezcla extraña: cierto moñoñismo (te tomo prestado el término, Bea) al recordar a mis amigos de siempre (es increíble que el tiempo te los devuelva, ¿verdad, Lara?), a rutinas llenas de despreocupación y de futuro inmediato..., y al mismo tiempo una certeza brutal de que éste es el mejor momento posible, el de más consciencia, el más lúcido.
Bueno, pues los tres tropezones, la Coca Cola, El reencuentro y yo misma, me han estampado contra la misma farola, trascendencias aparte: la serie Treintaytantos. La vimos allá por finales de los ochenta, o sea, que podemos decir que esta entrada es más bien un flashback, y es curioso porque me encantó teniendo 15 ó 16 años, pero es ahora, cuando tengo la edad de los personajes y también sus circunstancias, cuando la he recordado y cuando me he identificado con ella. Sin llegar a batir récords de audiencia (aunque ganó dos Globos de Oro y 12 Emmys en sus 4 temporadas, de 1987 a 1991), la serie se convirtió en una especie de icono cultural y no porque las tramas o los diálogos fueran especialmente originales o brillantes (tres parejas en la treintena con sus quiebros y disfrutes y miserias y rincones y destemples), sino por el toque especial de sus creadores, Marshall Herskovitz y Edward Zwick (ambos productores de las películas Traffic y El último samurái, y también de la estupendísima serie My so-called life, que nos enseñó a Claire Danes por primera vez), que, además de aprovechar para sus argumentos y ambiente el boom de los yuppies, la aceptación de la homosexualidad y la denominada segunda ola del feminismo, supo equilibrar la sensibilidad con la neurosis, la crítica con la empatía, el humor con el espejo del tiempo.
No se si recomendarla, por aquello de que no estoy segura de que haya envejecido bien (y aún no se si quiero volver a verla…). Pero sí recomiendo el recuerdo. De la serie y de todo lo que sucede antes de los treintaytantos… El resto es todo presente.
lunes, 4 de junio de 2007
Aristócratas del sufrimiento
Siempre he creído en eso de que el sufrimiento es liberador del arte. Que sólo el dolor, quizás más el espiritual que el físico (aunque no siempre, me acuerdo de Frida Kahlo…), es el que impulsa y alimenta, y hace brillar, el lado artístico de una persona o, al menos, lo que convierte su arte, o su expresión, en algo único y especial.
(Es raro, pero, dados mis últimos, digamos, acontecimientos emocionales, voy a incluir en ese sufrimiento el dolor y el miedo que provoca la felicidad intensa y tangible, aunque ese sea es otro tema...).
El sufrimiento de Diane Arbus me conmueve. Lo hace a través de la interpretación de Nicole Kidman en la reciente Diario de una obsesión (vaya, también me conmovió muchísimo su creación, la de la Kidman, digo, de otra “doliente” y suicida, Virginia Wolf, en Las horas), pero también y sobre todo a través de sus fotografías. Son raras, como ella (siempre desubicada entre los "normales") y los seres que retrata. Y también son directas y casi agresivas, me hacen sentir incómoda, me asustan un poco y siento algo de vergüenza, como si no quisiera que nadie me viera mirándolas. Pero también me fascinan. Supongo que nada de lo que siento es extraño, supongo que ésa era su intención y que todos los que miramos hacia esos seres que a su vez miran a cámara nos sentimos así. Incómodos, avergonzados, raros, seducidos. Diane se sentía bien retratándoles, acercándose. Parecen irreales y, sin embargo, ella les hace aparecer nítidos y conscientes de sí mismos. Decía Arbus que ellos son como aristócratas del sufrimiento, como “esas personas que en un cuento de hadas te detienen y te exigen que resuelvas un acertijo. La mayoría de la gente se pasa su vida temiendo pasar por una experiencia traumática. Los freaks nacieron con sus traumas. Ellos ya han pasado su prueba”.
Diane se suicidó en julio de 1971. Cuentan que odiaba el verano. Su hermano le escribió una poesía. “Para D. Muerta por su propia mano”. La copio aquí, con el párrafo que más me duele en negrita…
“Mi querida, me pregunto si antes del fin
pensaste en aquel juego de niños al que seguramente jugaste,
en el que corres por encima del estrecho muro de un jardín
imaginando que es la cima de una montaña
con insondables precipicios a ambos lados y
cuando sentiste que perdías el equilibrio saltaste,
porque temías caer, y pensaste
sólo por un instante: es ahora cuando muero.
Eso fue hace una vida.
Ahora ya no estás, te negaste a seguir jugando
el juego de los adultos en el que,
manteniendo el equilibrio en la cima que corona la oscuridad
se sigue corriendo sin mirar abajo
y nunca se salta por temor a caer”.
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