Hacerse pasar por otro. SER otro. La gran mentira… o la gran oportunidad. No me diréis que nunca lo habéis pensado. Aprovechar una brecha en el tiempo, en el espacio, en la puerta de al lado, para colarte por una rendija de la realidad o del azar y adoptar las formas o el fondo de otra persona, con su vida, su rutina, sus alrededores, su olor y, ajajá, su cuenta corriente. La gran mentira, sí, pero qué rica… Y si acaso es la sombra de la culpa la que se cuela, ahí está míster Thomas Jefferson para aplacar el picor moral y escupir solemne: “El hombre que no teme a las verdades nada tiene que temer a las mentiras”. Tomajeroma.
Me largo este rollo porque he visto The Riches, una nueva serie yanqui, creada por Dmitry Lipkin (un ruso víctima del sueño americano) para la FX Network (Nip/Tuck, El abogado), que apunta justo a esa jugosa mentira de ser otro. Llevo sólo tres episodios vistos y si no me he calzado ya los zapatos de otra es porque ahora, precisamente, no me cambiaría por nadie, pero me llega a pillar en otra época y ya estoy haciendo mía, por la pasta, la querencia a la visa de la parisjilton pre-trullo o, por el talento, el ojo-bisturí de mi querido Michael Mann. Pero a lo que voy. Brevemente, el piloto de The Riches (me voy a acostumbrar a contar sólo lo indispensable, que si no se me va a llenar esto de spoilers) nos presenta a los Malloy: el padre, Wayne (Eddie Izzard, un crack apenas conocido aquí pero con una trayectoria flipante en la comedia travestida -tremendas pintas- y el teatro británicos); la madre, Dahlia, medio-yonqui recién salida de la cárcel (Minnie Driver, esa sosez nominada al Oscar por El indomable Will Hunting y que aquí saca acento y morro y lo borda); Di Di y Cale (Shannon Marie Woodward y Noel Fisher), los hijos adolescentes; y Sam (Aidan Fisher, abajo), el pequeño, un portento con hambre de conocimientos y serias dudas sobre su identidad y género, sospechosamente arraigado a las manoletinas rosas y las horquillas breves.
Para los Malloy la carretera es su casa y los demás ladrones y vividores de caravana, su familia. No tienen número de la seguridad social, no trabajan ni constan, casi no existen. Están, como ellos dicen, “fuera del radar”. Pero entre ellos, aparte de una sinceridad apabullante y un nivel asombrosamente maduro de comunicación paterno-filial (por fin unas conversaciones “reales” entre padres e hijos, sin azúcar ni moralejas ni moralinas ni consejos ni babas), existe un código de supervivencia básico que les hace ser una banda organizada en el mundo del fraude. Unos genios liderados por la verborrea de Wayne, hombre capaz hasta de convencer a Bruckheimer de hacer un drama intimista. Y en estas están los Malloy, con un robo pisándole los talones a otro, cuando la carretera les pone su vida, o mejor dicho, otra posibilidad de vida, delante de sus narices. Son apenas unos segundos: un accidente acaba con un matrimonio de mediana edad, los Riches, millonarios soleados que se dirigían a su nueva mansión, comprada, viva el progreso, a través de un intermediario via Internet, en la lujosa comunidad de Edenfalls, donde ni Dios les ha puesto cara.
Así que, tras unos infructuosos intentos de reanimación… la oportunidad. ¿Por qué no? ¿Por qué no poner rumbo a Edenfalls y ocupar la casa de los Riches? Sólo por una noche, dice Wayne. Luego nos vamos. Ja. Los zapatos de otro son tan, tan cómodos…
Y así, traspasado el felpudo y la primera noche con jacuzzi al aire libre, 'mueren' los Malloy y comienza la vida de los nuevos Riches, que antes de tratar de convencer a sus vecinos de ser quienes son han de convencerse primero a ellos mismos. Son impagables las reacciones de todos: de Wayne, ganador improvisado en un campo de golf, aguantando, palo en mano, las ganas de creer que otra vida es posible. Más aún, que esa otra vida es suya y es ya. Basta con susurrar al primer vecino:
“Extrañan… el susurro que corre todos los días en tu mente.
¿Quién eres en verdad, merodeador?
Y la respuesta que tienes que dar,
sin importar lo oscuro y frío
que el mundo alrededor sea,
… quizás sea un rey”.
También la reacción de Dahlia, descreída medular, estirando el mono hasta dar con una vecina empastillada que cree en eso de compartir es vivir (genial Margo Martindale, la vimos en Million Dollar Baby y La mancha humana); la de Cale, incapaz de deshacer la mochila porque se agarra a “sólo una noche”; la de Di Di, madura antes de tiempo, calibrando si los reflejos de la piscina van a terminar por ser barrotes; y la del pequeño Sam, dibujando en las paredes nuevas su itinerario vital en un silencio más lúcido que los gritos de sus genes.
The Riches no tiene nada que ver con nada, ni con películas sobre la suplantación (Sommersby o su original francesa, El regreso de Martin Guerre; Atrápame si puedes o El talento de Mr. Ripley, por citar tres ejemplos más o menos recientes) ni mucho menos con otras series cimentadas en las relaciones familiares y satélites varios. The Riches es diferente, irreverente y sincera, es cutre cuando tiene que serlo y sofisticada cuando pisa sus aceras de urbanización-gucci. Hay sexo explícito y adicción sin arbolejos de centro de ayuda; hay problemas profundos (sí, sí, los ricos también lloran...) y también humor tangible y oscuro. Hay mucha mala leche, crítica bestia y anestesia social, inteligencia y, por parte de sus hacedores, una buena opinión sobre la capacidad mental del espectador (gracias). Y ofrece siempre tensión y malestar (de las que se agradecen delante de una pantalla) ante la posibilidad de que les pillen, que a estas alturas es casi como si nos pillasen a nosotros, porque desde que Wayne agarra ese palo de golf hacemos también nuestro el sueño de que otra vida es posible. Siempre que, sin olvidarnos de la verdad, sepamos mentir como es debido.
viernes, 11 de mayo de 2007
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